No hace falta llegar al límite de la atrocidad para indignarse ni son necesarios los datos morbosos para imaginar el infierno que viven aquellos niños maltratados por sus propios padres o por las personas que los tienen bajo su “cuidado”. Y digo “cuidado” porque si ser responsable de un menor es sinónimo de castigos, abusos y violaciones, ciertamente, el término “humanidad” nos queda muy grande.
Cuando un niño es asesinado, las dos caras de la moneda se terminan fusionando en una sola: la que nos pone de lleno frente al dolor. Dolor insoportable por el mero hecho de pensar en el sufrimiento de ese prójimo. Dolor inconmensurable por la falta de empatía. Dolor que pone de manifiesto los actos más crueles y atroces que cometen los que no deberían ser considerados “seres humanos”. Una infancia arrebatada no es más que el fiel reflejo de que como sociedad hemos perdido hasta la última batalla y, poco cabe discutir acá, los verdugos de tamañas bestialidades no deberían compartir el mismo territorio que habitan quienes deben crecer sanos y salvos.
Cuando el regocijo por golpear y ultrajar un cuerpo ajeno hasta su deceso se torna placentero, se ha renunciado a la salud mental por completo. No hay atisbo de sanidad en quien encuentra gozo a costa del sufrimiento de otros, menos aún si esos otros son personas que por su edad, su psiquis y su fragilidad, son doblemente vulnerables y, por sobre todas las cosas, inocentes.
¿Qué es lo que falla cuando a quienes debemos amparar terminan muertos en manos de sus progenitores o tutores? ¿Dónde están quienes deben proteger a los que recién empiezan a dar sus primeros pasos en este planeta poblado de perversión? ¿Quiénes velan por los derechos de los que aún no pueden expresar en palabras lo que piensan y sienten? ¿Fallan los asesinos? ¿Fallan las autoridades? ¿Falla el sistema de salud? ¿Fallan los establecimientos educativos? Lamento decir que fallamos todos.
Caso Lucio
Es triste que haya que visibilizar un caso tan macabro hasta convertirlo en una cuestión mediática, cuando la realidad señala que no se trata de un caso aislado. Lamentablemente, estas situaciones de violencia que terminan muchas veces con la vida del propio violentado, suceden más a menudo de lo que imaginamos. Y lamentablemente, muchas veces no se denuncian y si se lo hace, la justicia no actúa. O mejor dicho, actúa por omisión y, consecuentemente, los resultados están a la vista.
Lucio nació y su niñez se apagó brutalmente por la ceguera social. A este niño de tan solo 5 años le quitaron la vida y junto con ella se acabaron sus sueños, sus proyectos, sus planes, su futuro. Todos los tormentos, producto de la mente retorcida de dos personas que se supone le darían una vida digna (su madre y la novia de ésta), se cernieron bajo su pequeñez. Los demonios que marcaron el último año de su infancia fueron directamente proporcionales a la perversidad de estos monstruos. Y ahora es demasiado tarde. ¿Cuántos Lucios más deben agonizar por culpa de una sociedad que se desangra? ¿Cuándo se dará prioridad a lo que verdaderamente importa? Cuando quemaron las papas, ¿dónde estuvieron los que pudieron prevenir este desenlace?
Violencia sin género
Pongámonos de acuerdo: la violencia no tiene género. Terminemos de recrear, de una buena vez, esa imagen mental en la que el macho es violento por naturaleza y la mujer, solo por el hecho de haber nacido con vulva, es pulcra e inmaculada. Basta de consentir y sentir lástima por el movimiento LGTB, el mismo que pide a gritos que no los asesinen cuando algunos sujetos que forman parte de ese colectivo son capaces de terminar con la vida de un inocente. De todas formas, no viene al caso lo que cada uno decide hacer puertas adentro con su propia sexualidad (siempre y cuando sea de común acuerdo y entre personas adultas) y poco sirve caer en la falsa dicotomía entre pañuelos verdes vs pañuelos celestes. Es legítimo el reclamo de igualdad, sí, pero de derechos. Y deberían, ante todo, recordar que los derechos son universales, no patrimonio de estos movimientos que se sienten disconformes por la biología que les ha tocado al nacer. El odio y el desprecio hacia el hombre por la simple razón de ser hombre, es tan ilógico e irracional como quien lo predica. ¿O acaso un niño de sexo masculino merece ser asesinado so pretexto de que las mujeres y el colectivo LGTB es oprimido desde antaño? El que responda afirmativamente esta última pregunta, le aconsejo revisar su psiquis en carácter de urgencia.
Aislamiento, adicciones y desescolarización como correlato de la violencia
La eterna cuarentena que decretó el gobierno argentino con motivo de la “pandemia” por covid-19 no solo no ha salvado ninguna vida, sino que ha desprotegido a las víctimas como nunca antes en la historia. Con el reiterativo discurso de que todos contagiábamos a todos -incluso sin estar enfermos- el confinamiento prolongado vino como anillo al dedo para que los abusadores se hicieran un festín. Gobernantes, políticos y demás autoridades nos soltaron los brazos a todos, pero a la infancia especialmente la abandonaron en el ojo de la tormenta. En un contexto adverso y hostil de encierro obligatorio, las posibilidades de denuncias o al menos de visibilización de casos se vieron reducidas a cenizas. Desde marzo de 2020 ¿Cuántos menores habrán sufrido en silencio y cuántos otros habrán callado sus voces para siempre?
Lucio (como tantos otros niños) quedó encerrado durante la pandemia con sus propias enemigas y sin jardín de infantes. Un combo letal. Sustituir el contacto humano ha hecho estragos no solo en el saber y en el aprendizaje. De la falta de escolarización y el nulo vínculo con los pares nada positivo puede esperarse. La escuela no solo educa, a veces salva. Sin embargo, en Argentina, militaron su reemplazo por pantallas. Y lo consiguieron.
Mientras la educación disminuye, la pobreza aumenta a tal punto que es inseguro salir, pero también es peligroso estar dentro de casa. Desempleo y drogadicción en ocasiones estrechan sus manos y los niños son el principal foco de vulnerabilidad. Muchos ya no pueden alzar su voz ni derramar sus lágrimas en señal de malestar, pero los que seguimos en este plano podemos hacerlo por ellos. Y mientras siga existiendo el abuso infantil, más alto tendremos que gritar.
Reflexiones finales
Que los niños son el futuro de una nación no es ninguna novedad. Por ende, si nos pronunciamos a favor de una sociedad más equitativa lo primero que debemos hacer es atender los derechos de los más pequeños. Sin embargo, en una Argentina devastada, producto de años y años de políticas nefastas y desidia generalizada, encontrar soluciones acertadas sin poner más parches, se asemeja más a un mensaje sensiblero de una película de Disney que a una serie de medidas correctamente implementadas.
Mientras el maltrato infantil perdure y miles de pibes sigan pasando hambre o sean víctimas de todo tipo de abusos, encontrar soluciones integrales seguirá siendo una utopía más del siglo XXI.
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