Parto respetado: mi historia en primera persona

Qué fácil es hablar de ciertos temas con el diario del lunes, pero qué sensación de desamparo e impotencia se apodera de vos cuando caes en la cuenta de que tu caso fue uno más de ese montón que imperiosamente hubieses querido evitar. Cuando de repente la mente se nubla con ese recuerdo, mezcla entre protocolos obsoletos, desidia médica y la falta casi total de contención -sin tener el más mínimo registro- la culpa deviene como mecanismo casi automático. ¿Cómo no responsabilizarme por mi propio desconocimiento? ¿Por qué hice agua en lo que dependía pura y exclusivamente de mí? En definitiva, ¿por qué enajené mi proceso?

“El pasado, pisado” se suele decir con la misma liviandad con la que cae una hoja de un árbol. ¡Qué frase tan trillada! El pasado no desaparece, no es una opción archivable cual documento de word en una PC. El pasado no es un objeto material y tangible que se guarda en un mueble y queda allí, oculto hasta que decidamos abrirlo. El pasado, por el contrario, es parte nuestra, convive con nuestras memorias, permanece en cada célula del cuerpo y, si no lo integramos adecuadamente, el tiempo, con su justa sabiduría, tarde o temprano nos lo sabrá manifestar.

Hecho todo este preludio, lejos de sermonear sobre la importancia de interiorizarse sobre el parto respetado, mi intención es compartir mis vivencias en un momento en el que, vaya a saber si por ingenuidad, falta de ovarios o ambas, no indagué ni investigué lo suficiente para llegar mejor preparada al nacimiento de mi bebé, ese momento bisagra que, sin dudas, representa un antes y un después en la vida de toda mujer.

La idea de compartir mi historia es para alertar a otras, para que no las agarren desprevenidas y puedan contar con más recursos, tener participación y ser (pro)activas no solo en el parto sino durante todo el período de gestación y puerperio. Por supuesto, también pueden optar por ser una mera masa receptora de indicaciones de terceros (¡como hice yo en su momento!), pero repito, a más consciencia, mayor bienestar.

Mateo nació una tarde del 19 de octubre de 2016 por parto institucionalizado con una cascada de intervenciones. Recuerdo que esa mañana me levanté como de costumbre y sentí una leve pérdida. Debo confesar que, aun sabiendo que estaba en fecha, me asusté. ¡Y cómo me asusté! Alerté a la partera de la situación quien, ante el relato de una madre primeriza, lagrimeando con voz temblorosa y muerta de miedo, me mandó a recostarme un rato más, con varias capas de algodón para contener eso que quería salir. “Contame en dos o tres horas cómo seguís”, sentenció por teléfono.

Seguí sus indicaciones al pie de la letra, cual receta de cocina. Al mediodía volví a chequear y todo seguía igual. La llamé como habíamos acordado. “Prepara tus cosas y vení al sanatorio”, fueron sus palabras. Así que corté y, bolso en mano, en menos de 20 minutos estaba arriba de un taxi, en un mar de pánico y confusión.

Llegué al consultorio, me hizo pasar, la saludé como pude. Mi cuerpo físico estaba ahí pero mi mente desbordaba de incertidumbre y el vaivén de emociones me estaba jugando una mala pasada. “¿Y ahora qué?”, me preguntaba a mí misma una y otra vez. Todo esto que parecía una eternidad sucedía en segundos y yo no era capaz de asimilarlo: estaba empezando el trabajo de parto.

Tacto, rompimiento de bolsa y un llanto inconsolable. El miedo hablaba por mí. La partera dijo dos boludeces en un tibio intento por calmarme, y me mandó al pasillo a sentarme y esperar. ¿Esperar qué? ¿O a quién? La burocracia no entiende de procesos biológicos, mucho menos de sentimientos. Había que hacer los trámites para ingresar formalmente al sanatorio. Recuerdo la carpeta con el arsenal de papeles, estudios médicos, laboratorios, ecografías.

La cantidad de tiempo que una mujer embarazada invierte visitando médicos en 9 meses es un excelente negocio para las prepagas, créanme. Hicieron una revisión exhaustiva de la documentación (no sea cosa que faltase un análisis de sangre), pero se olvidaron completamente de mí, que permanecía allí sentada, a la espera…

Después de no sé cuánto tiempo (objetivamente no puedo determinarlo, solo siento que fueron años luz), me ingresaron a la sala de parto. Una vez en la camilla, sin consultarme, me pusieron un suero con oxitocina. Las contracciones se intensificaron y se hicieron cada vez más regulares: cada tres minutos el dolor se tornaba insoportable, pero yo no estaba íntegra ni para preguntar qué era eso que pasaba por mis venas. En esa situación creía que todo era normal, estaba entregadísima.

Con el pretexto de que no dilataba, se dieron el gusto de acelerar el proceso, sin respetar mis tiempos. Sin una palabra. Había entrado alrededor de las 2 de la tarde y una hora después habían decidido apresurar el momento. Cuánta frialdad corría por ese espacio. Hoy entiendo el porqué de mi aversión a los centros de salud.

Un rato después, nuevamente sin darme aviso, comenzaron con la maniobra de Kristeller. ¡Cómo olvidar a aquel ayudante que se acercó para presionar violentamente la parte superior de mi abdomen! Sin justificación científica alguna, la excusa era ayudar al bebé a salir por el canal de parto. Si bien del cuerpo médico no esperaba demasiado, hoy no deja de sorprenderme mi nivel de sumisión y aceptación de tamañas salvajadas.

Para finalizar, el obstetra se tomó el atrevimiento de realizarme una episiotomía: práctica que consiste en un corte que se hace en el tejido entre la abertura vaginal y el ano durante el parto. Nunca habíamos hablado del tema, pero sin mediar palabra, agarró el bisturí y procedió.

A los pocos minutos escuché el llanto de Mateo. Me volvió el alma al cuerpo, ese cuerpo que si bien físicamente estaba cascoteado, emocionalmente desbordaba de felicidad. ¡Cuántos sentimientos encontrados! El bebé había nacido. Lo pusieron escasos segundos sobre mi pecho y se lo llevaron para realizarle los protocolos usuales. En cuanto al cordón umbilical, lo cortaron inmediatamente, jamás me consultaron si quería esperar a que dejase de latir, aun sabiendo los beneficios de esa espera.

En resumen, hoy, después de más de 8 años de aquella experiencia, puedo decir con total seguridad que mi parto no fue ni por asomo un parto humanizado. No hubo consentimiento informado. No hubo respeto por los tiempos de la llegada de mi hijo, ni mucho menos por los procedimientos. Oxitocina, maniobra de Kristeller, episiotomía, corte de cordón temprano. Falta de diálogo, de consenso. No hubo la más absoluta empatía conmigo. En aquel momento no lo cuestioné, lo tomé como algo “normal”, no tenía la más remota idea a lo que me estaba exponiendo. Hoy sé que podría -y debía- haber sido diferente.

No cuento mi historia para dar lástima o quedarme en la queja, sino para que otras mujeres que resuenen conmigo se animen a vivir su propia experiencia con mucha más libertad. Las invito a buscar médicos conscientes y respetuosos, tanto de la mamá como del bebé. ¡Y para eso no hay mejor medicina que estar informado y actuar en consecuencia!

 


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2 comentarios

  1. Muy importante que hayas compartido tu relato. gracias
    Para mujeres que quieren indagar, y empezar averiguar como atienden y trabajan de verdad ciertos médicos y parteras que «parecen» buenos, pueden pedir invitacion para entrar en Facebook a Para saber con quien parimos. le envían pedido a Parasab Analia.
    Hoy cuenta con 12.000 mujeres, que comparten información, y piden datos, y chequean prácticas que hacen innecesariamente algunos médicos, y parteras, sin respetar tiempos de mamá y bebe, partos totalmente institucionalizados adaptados a los tiempos y agendas médicas.

  2. Obviamente nunca sabré lo que se siente en todo ese proceso ,me pongo en tu lugar e imagino la procesión que te toco vivir.
    Si decidieras ser madre nuevamente,esta experiencia te da la sabiduría para saber cómo volver a encarar la situación.
    Abrazo.

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