José nació en Italia el 4 de mayo de 1930, época complicada en la que los líderes de los principales países ya estaban cocinando todos los ingredientes para desatar la segunda Guerra Mundial. José pasó su infancia y adolescencia en este contexto turbulento y agitado, donde la postguerra era la condición imperante en el viejo Continente (recordemos que la primer Guerra Mundial finalizó en 1918 y la gran mayoría de Europa quedó devastada). Es por eso que, como tantos otros coterráneos, a los 20 años juntó fuerzas y emigró a la Argentina en busca de un destino mejor.
José llegó al puerto de Buenos Aires en el año 1950 y se fue a probar suerte a Brasil, pero seis meses después regresó y se instaló definitivamente en la ciudad de Lanús. Se casó con Michelina, formó su familia y vivió una vida digna, producto de su constante trabajo y sacrificio. Fue uno de esos hombres que orgullosamente se puso el país al hombro y lo sacó adelante, un verdadero ejemplo de perseverancia.
Tuvo la dicha de ver nacer y crecer a sus hijos y luego a sus nietos y bisnieto, pero con el inexorable paso del tiempo también vivió en carne propia la pérdida de su leal compañera y la de uno de sus hijos. Los inevitables golpes duros de la vida no fueron la excepción para él. Pero a pesar de todo siguió en pie, inquebrantable como un roble, siempre de buen talante y con ganas de conversar con quien le prestara un oído.
Tuve la fortuna de conocerlo por haber sido el abuelo de una de mis mejores amigas, una verdadera hermana de la vida y desde hace unos años también mi comadre. Cuando nos cruzábamos, el tano solía contar anécdotas de sus tiempos remotos en Italia y sus dificultosos momentos al arribar a este país desconocido por completo. Recuerdo aquellas tardes en Lanús donde parte de su historia revivía mientras sus palabras emanaban de su voz suave, tenue, casi imperceptible. Daba gusto escucharlo. Como da placer escuchar las anécdotas de quienes sufrieron tamaño desarraigo para volver a mezclar el mazo y barajar de nuevo.
A José lo vi por última vez en diciembre de 2021 en un festejo de cumpleaños. Me senté cerca suyo y disfruté de su compañía, casi en silencio. Aquella noche tomó su copa de vino y degustó unos sándwiches de miga. En su cuerpo se veía el paso del tiempo, pero su alma estaba fresca e intacta como la de un infante. Sinceramente, jamás imaginé que esa sería la última vez que lo vería…
No es mi idea narrar las peripecias que vivió nuestro abuelo, pero me urge hacerlo, porque estoy convencida de que la historia podría haber acabado con un final un poco más feliz.
El tano se apagó en parte por su edad y en parte por un sistema que hizo lo propio para terminar de devastarlo. A principios de febrero de 2022, José estaba en su casa cuando empezó a sentirse descompensado, con temperatura. Como los antitérmicos no surtieron efecto, al tercer día, su hijo lo llevó a una sala barrial de primeros auxilios donde fue examinado y diagnosticado con bronquitis, recibiendo la medicación acorde para su tratamiento. Al cabo de unos días, amaneció con temblores y le manifestó a su nieta que los remedios le estaban haciendo daño, con lo cual decidieron llamar a la ambulancia y le retiraron parte de esos fármacos. Desde ese momento el nonno empezó a dejar de ingerir alimentos e hidratarse, pero por “protocolo” no quisieron internarlo. Su condición continuó empeorando, pero los médicos siguieron dilatando la cuestión hasta que no hubo más “protocolo” que justificase tanta inoperancia. ¿Por qué será que cuando más se necesita a quienes tienen la responsabilidad de resguardar la salud de la población, más ignorancia se obtiene a cambio?
Finalmente, cuando la burocracia y la falta de buena voluntad se dejaron a un lado, el viernes 11 de febrero nuestro abuelo fue trasladado al Hospital Evita de la ciudad de Lanús y este sería el principio del fin o, apelando a una metáfora de las ciencias médicas “sería peor el remedio que la enfermedad”. Cuando llegó al nosocomio lo primero que las autoridades médicas atinaron a decir fue que el paciente estaba mal medicado. Lo dejaron en observación y luego le realizaron estudios para descartar un diagnóstico de neumonía o de covid-19, ignorando que los síntomas que presentaba eran producto de la bronquitis mal curada que venía padeciendo hacía más de una semana.
En definitiva, el nonno ingresó al hospital para recibir la atención médica necesaria, pero sin dar aviso a sus familiares y haciendo caso omiso a su estado de salud, por cuestiones nuevamente de “protocolo” decidieron hisoparlo para, por supuesto, afirmar que era portador del gran virus letal de última moda. Con casi 92 años y con un estado físico vulnerable, le dieron la bienvenida de esa manera, porque si lo que se pretende es indagar acerca de su condición de salud hay métodos bastante menos invasivos para aplicar. Y esto recién empieza.
Un matadero de vacunos es un castillo de hadas en comparación con este nosocomio: suciedad por doquier, restos de comida, jeringas arrojadas con total desidia en el piso de la habitación, cucarachas paseando por los colchones de las camas de los pacientes, palomas en la ventana comiendo sobras y ratas en los pasillos, dan una vaga idea y una primera aproximación de lo que representa este infierno al que los cuerpos van, supuestamente, a “sanarse”.
Sigamos con la descripción: los números de las camas están identificados porque fueron escritos a mano, con un bolígrafo de tinta negra, y las indicaciones de los médicos o enfermeros están escritas en un papel y colgadas con tela adhesiva del tubo de luz que se encuentra en la pared, encima de la cama del paciente. Decir que las sillas y las camas están herrumbrosas y oxidadas es lo más romántico que se puede describir de la situación, por no mencionar al personal de limpieza corriendo por los pasillos para fumigar a las ratas que corren tan o más libres que los políticos de este país cuando fugan nuestros capitales.
Si las instalaciones se encuentran en ese estado, ¿qué se puede esperar del servicio? Por empezar, no hay horario para servir las comidas. No sólo la asepsia brilla por su ausencia en este centro de salud (¿salud?), sino que la rigurosidad tampoco parece ser su fuerte. El desayuno puede llegar casi a la misma hora que el almuerzo. La bandeja con los restos de comida es levantada si algún enfermero se acuerda de pasar, pudiendo quedar ahí por horas, pero ciertamente cumpliendo la función de robustecer a las cucarachas. Si la persona internada no puede valerse por sí misma y al momento de alimentarse se encuentra sin un familiar o acompañante, no hay nadie en el hospital que le dé una mano, por ende, se queda sin comer. Y con este panorama, ¿de verdad creemos que alguien que permanezca en este entorno por días o incluso semanas se podría curar? Y, en el mejor de los casos, si el cuerpo físico se recupera, las secuelas emocionales de haber estado en esa covacha del horror, se harán sentir con fuerza.
Ahora bien. Habiendo hecho un pantallazo de la paupérrima situación en la que se encuentra el Hospital Evita de Lanús, vayamos puntualmente al caso que nos ocupa. A José lo hisoparon y tardaron más de 48 horas en entregarle los resultados. Mágicamente, su bronquitis desapareció dando lugar a un océano de preguntas. ¿Por qué nadie avisó a la familia que se iba a realizar este estudio? ¿Por qué tanto tiempo en entregar los resultados? ¿Por qué una vez que dio “positivo” estuvo más de 15 días sin poder ser dado de alta, cuando sus complicaciones fueron producto de una bronquitis no curada?
En este caso, como en tantísimos otros, parece que lo único que importa es sembrar el pánico, pero el pánico verdaderamente se conoce cuando uno es víctima de estas situaciones, de este personal de salud y de estos hospitales cuyas condiciones, en un mundo decente, no permitirían alojar ni a un par de serpientes.
Así transcurrieron los días de José. Afortunadamente, luego de dos semanas y a pesar de las adversidades, el tano se recuperó, pero su estado de salud no le permitiría volver a su casa y su familia no tuvo más alternativa que buscar un hogar. Si ya de por sí es doloroso no poder retornar a la propia casa, más lamentable aún es que en todos los geriátricos tengan ciertos requisitos tan poco éticos, morales, pero lo que es más vergonzoso, fuera de la ley: todos solicitan que el paciente cuente con la vacuna para el famoso virus de moda de manera obligatoria. La vulnerabilidad de derechos es absoluta. ¿Desde cuándo un tratamiento experimental, que ha sido autorizado por emergencia y siendo optativo, se torna requisito sine qua non para ingresar a un centro de la tercera edad? La familia ya sin resto y con un José muy frágil y a punto de ser dado de alta, no tuvo más opción. El 7 de marzo, se le obligó a aplicarse el polémico líquido.
La historia del tano no tuvo el mejor desenlace: el 28 de marzo falleció en el geriátrico, producto de la falta de empatía y de la falta de amor, principalmente, pero no de su entorno que se desvivía por él, sino de la sociedad, de los que compartimos un mismo suelo y muchas veces nos importa nada el de al lado.
Estoy segura de que si al nonno lo hubiesen atendido inmediata y honestamente, si los hospitales estuvieran en condiciones decentes para recuperar la salud sin irse peor, si cada persona que intervino en este caso hubiese actuado con un poco más de sensibilidad, escuchando a José, hoy, el tano seguiría entre nosotros. Porque aún le quedaba bastante cuerda…
Seguramente quedaron mil historias y millones de mates pendientes, pero las andanzas narradas y las pavas cebadas, eso, no nos lo puede quitar nadie.
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