Una lección de abundancia

El domingo fui al parque a leer y a conectar con la naturaleza. Cada fin de semana soleado, siempre y cuando la temperatura acompañe, disfruto mucho de las actividades al aire libre. La tarde estaba a punto caramelo: acomodé una lona en el pasto, me saqué las zapatillas y dejé que mis pies tomaran contacto con la tierra.

Mientras cebaba mate y llenaba mis pulmones con la frescura de la brisa circundante, un señor mayor se detuvo delante mío. Iba con un canasto cargado de cosas que a primera vista no llegaba a distinguir. Me saludó amablemente y se presentó. Aquello que llevaba consigo eran cientos de sahumerios artesanales.

Me contó que los estaba ofreciendo para ganarse el pan, porque estaba sin trabajo. Le pregunté qué fragancias tenía, aunque en el fondo no me importaba, ya que de todas maneras le iba comprar la primer bolsa que escogiera al azar.

Limón, lavanda, vainilla, romero, incienso… había una amplia variedad para elegir. Sin pensarlo, le pedí un paquete de lavanda, saqué un billete y se lo di. El señor, en señal de agradecimiento, les regaló dos paquetes más a quienes me acompañaban esa tarde. Mi compañero agarró otro billete y se lo dio. El hombre hizo un ademán con la cabeza, nos deseó una linda jornada y siguió su camino.

Ese domingo algo mágico sucedió: un noble vendedor ambulante me hizo conectar con toda la abundancia que podamos imaginar. Él se fue con paso lento, sin prisa, a seguir ofreciendo sus sahumerios y a mí, sin quererlo, me dejó con la sensación de haber aprendido una de las lecciones que mi ego más estaba necesitando.


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